Llegamos a la Estación. Amagamos
con ir caminando hasta el bungalow pero un vecino atento al que le consultamos
si era para allá o para acá nos dijo miren
que son como 15 cuadras largas. Tómense un remís. Pero ese no. Les saca la
cabeza. Vayan a ese.
Fuimos y de inmediato partimos. Era verdad. El calor y la
distancia eran motivo suficiente para no ir a pie.
Desde el auto pudimos
observar esa marca indeleble de los años dos mil en los pueblos del interior
del país: dos chicas en ciclomotor. Como en Lobos, en Chascomús, en San Pedro.
Llegamos. Nos recibe la
dueña del complejo. Nos saluda, nos dice que es de Quilmes, que Colón es un
lugar muy tranquilo donde no existe el stress. Vuelvan sin problema a las tres
o cuatro de la madrugada. No hay peligro. Todo es muy tranquilo.
No hay stress
PELEA en
la 12 de abril
Dos utilitarias.
Avanzando una detrás de la otra. Por la transversal, una camioneta de la
policía. El que iba adelante frena y sacando los brazos por la ventana le grita
a la policía:
- ¡¡Detengan al de atrás!! Está loco, me viene siguiendo,
gritando y tocando con la camioneta.
Gritaba en el mejor estilo ''mírelo eh!, mírelo eh!, de Ñoño en pleno centro de Colón.
La camioneta de la policía frena y bajan dos oficiales.
Mientras, el chofer que era objeto de las acusaciones lo encara al de adelante:
- Qué te pasa, estás loco, me tocaste. Mirá como me
dejaste la camioneta.
- Pero si yo no te toqué - retrucaba tanteando la
distancia y con las manos hacia atrás.
- Qué no, boludo. ¿Quién te dio el registro? ¡¡Pelotudo!!
De rulitos y remera verde, el conductor de la utilitaria
de atrás seguía gritando totalmente sacado. Su primer golpe estaba a punto de
hervor. El policía observaba la escena a tan solo cincuenta centímetros. El
bajito, semipelado, con anteojos y musculosa naranja de la camioneta de
adelante, se mantenía en un calculado gesto de “yo no fui” al mismo tiempo que
inclinaba su cuello hacia adelante como buscando, como yendo a encontrar, ese
primer golpe que Rulitos estaba a punto de dar.
Y Rulitos lo dio. Quedó a medio camino entre piña y
agarre de cuello, pero el golpe existió. El de naranja empezó a ñoñar
nuevamente:
- Vio oficial, me agredió.
Rulitos se sacó aún más y lo fue a buscar con todas las
ganas. Recién a esa altura la policía actuó. Uno frenó a Rulitos, el otro
separó al semipelado. Rulitos estaba como loco y ya empezaba a complicar del
todo su noche. Se resistía al oficial, lo empujaba. Volvía a gritar.
-¡¡Pero boludo, mira como me abollaste la camioneta!! ¡¡Pelotudo!!
El de naranja se mantenía con las manos en alto y ese
gesto de inocente sobreactuado. Dejó al personaje del Chavo para pasar a un más
logrado Guillermo Barros Schelotto de superclásico mirando al árbitro.
La gente se empezó a amontonar en las cuatro esquinas
para seguir los vaivenes de la discusión. Por el medio de los espectadores
apareció saltando en una pierna un muchacho de remera blanca a rayas
horizontales azules. Superó a la muchedumbre y desde atrás lo fue a encarar al
semipelado. Cuando el contacto era inminente el policía se cruzó y lo detuvo.
El golpe se quedó en potencial cediendo su lugar a una puteada muy bien
materializada:
-¡¡Hijo de rrrrrrrre mil putas, la puta madrrrrre que te rrrrrrrre
parió!!
Mientras Enunapata seguía insultando, ante la sorpresa de
todos los presentes, Rulitos le gritó:
- Vos quedate en la camioneta.
Luego de treinta segundos de negación, Enunapata se
volvió a la utilitaria gris saltando sobre la pierna que le quedaba sana. La
otra, la izquierda, mostraba un tobillo hinchado que nada podía envidiarle a
aquel del Diego del mundial 90.
Dejamos nuestro papel de espectadores de la pelea que ya
no era. Había mutado en un trámite administrativo de firmas y seguros. En ese
momento entendés por qué una pelea de boxeo tiene más espectadores que una
partida de ajedrez. Y también notas que fue una excepción a la regla. En Colón,
salvo ese pequeño incidente, reina la tranquilidad. En las grandes urbes, todos
intentamos escapar de las sofisticaciones y complejidades en busca de cierta paz.
En Colón nadie necesita escapar de la sofisticación estresante. Nunca se fueron
de su sencillez como para tener esa necesidad de volver. Pareciera que tienen
aprendida (y aprehendida), esa lección de entrada: el final es en donde partí.
La Costanera
Colón tiene un complejo termal. Está ubicado en la punta
de la costanera. Costanera que, para nosotros, empezaba en la otra punta. Primero,
más cercano, se situaba el río al pie de las escalinatas que te llevan al
Parque Quirós. Luego playas municipales de uso público y gratuito. Más allá,
más playas dentro de un club llamado Piedras Coloradas. $10 la entrada. Ese club
tenía un cartel de prohibido jugar al
fútbol con sus patas sumergidas en medio del agua. Lo había visto el día
anterior pero con la cámara de fotos abandonada en el bungalow. Aproveché la
caminata para volver un segundo y tomar esa imagen. Fui llegando y noté que la
crecida del río era mayor. Y no encontraba el cartel. Hasta que más o menos me
ubiqué en el espacio y me dije es ahí. Solamente se leía “prohibido”. La foto ya no podía ser. El cartel se había perdido.
Unas cuadras más y la playa se convirtió en una costanera
con baranda de balaustros clásicos de costaneras con barandas. Ya llegando al
punto equidistante entre una punta y la otra encontramos el puerto. Y un
embarcadero de pequeñas lanchas y veleros. Y la vieja estación fluvial que hace
las veces de oficina de información turística. Y más costanera con balaustros. Avanzás.
Un lugar que se llama El sótano de los Quesos. Bajamos. Para cuando
subimos, el sótano quedó con una cerveza y dos provoletas menos. Seguís
caminando. Siempre el río a tu lado. A veces más cerca, a veces más alejado.
Más playas. Sin arena como las anteriores pero de un verde parejo. Con mucha
más gente. Y muchos, muchísimos perros. Pasás las playas y ves el final. Ves
como Colón empieza a dejar de ser. ¿Y las termas? Entonces preguntás.
Las termas
Te indican que tenés que subir por aquella calle. Y a dos
cuadras doblar a la derecha. Y caminar una cuadra más. Ahí pagás los $50 e ingresás.
Las piletas rondan los 30º. La caminata de una hora bajo el sol y el calor
penetrante del día las hacen sentir como de 10º.
Tres cosas debés hacer: sumergirte, dejar que los chorros
de las duchas superiores te den en la espalda y relajar. Cada tanto cambiar de
pileta para probar las variantes, mínimas, de temperaturas y la potencias,
máximas, de los duchadores.
A los chorros leves los llaman no invasivos. A los
fuertes, si, invasivos. Lo son pero luego de unos minutos tus hombros se
acostumbran. Los dejan pasar.
En las afueras de Colón, a tan solo 10 minutos (porque
las distancias se miden en unidad de tiempo) se ubican otras termas. Las de San
José. Si estás con suerte y sin auto te lleva un remisero de Córdoba y Gascón,
de La Capi , que
se vino a vivir hace 6 meses a Colón. Su hija, su yerno y sus nietos hace dos.
Nos recomienda que nos volvamos antes de las 18hs. Minutos después nos da su
tarjetita con el número de móvil. Y nos dice que hoy trabaja hasta las 18.
El complejo es similar al de Colón. Las aguas quizás un
poco más cálidas. Pero la gran diferencia son los toboganes. El divertimento de
todos durante la tarde.
PARTIR
Un perro que busca complicidad en una perra. Se huelen,
se miden. La perra no acepta la invitación y se va. El perro, triste, te mira
con rostro perdedor. Y no se va. Se queda, se rasca, se sienta. Es la terminal
de micros de Colón un 25 de diciembre por la tarde. El kiosko y el bar
cerrados. Las boleterías abiertas. Un Flechabus que llega y se va. El Rápido
Tata que está por llegar. En la estación seremos no más de 25 a 30 entre pasajeros,
familiares y bolsos. Uno al que todavía le dura el brindis del 24 intenta
chamuyar a una rubia en busca de otra noche buena. Pero la rubia solo atina a
sonreírle y mirar su celular. Le sonríe y mira su celular. Hasta que llega el
Tata. Y cargamos los bolsos, las bolsas y la terminal queda casi vacía.
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