Vive en una noche eterna. Sus días
transcurren en la oscuridad más absoluta. La luz la encuentra en el ruido. Para
él, el bullicio y los gritos son como poderosas lámparas que lo encandilan y no
le permiten ver.
Es ciego, admirablemente ciego. Hagan la
prueba de pararse en alguna esquina con los ojos cerrados y traten de cruzar la
calle. Cómo hacer para no perderse, para no desesperarse. Lo primero que
intentaríamos ante esa sensación es abrir los ojos y dejar para otro momento el
desafío. Pero él no tiene esa opción. Sólo puede hacerse fuerte, convivir con
esa falta y salir a enfrentar la dura realidad que se le presenta.
El amanecer no lo sorprende por la ventana
pero igual se despierta temprano para comenzar su día. Se viste, casi de
memoria, conociendo su cuerpo como pocos pueden hacerlo. Sale, cuidadoso, a la
selva urbana que lo espera para presentarle todos sus obstáculos.
Saluda al vendedor de la esquina gracias al
inconfundible aroma que despiden sus garrapiñadas. Cuando escucha que el
tráfico se detiene cruza la calle con la ayuda de su inseparable bastón blanco.
Sabe a dónde va y cómo llegar. Se detiene ante la presencia del poste,
inútilmente azul, que señala la parada del 106. Pregunta si ese sonido a
colectivo que percibe es el que espera y le dicen que sí. Sube, se presenta y
comienza a cantar al ritmo de la música de su guitarra. Una, dos, tres
canciones para recibir el aplauso y algunas monedas de parte de sus
circunstanciales espectadores andantes.
Así transita por la ciudad y se gana la
vida. O, mejor dicho, le gana a la vida. Y no es el único. Son muchos los que
de diferentes formas la pelean sin ver y no por eso dejan de disfrutar sus
días. Viven a partir de olores, sonidos, formas, palabras, emociones, espacios
y climas. No saben de rojos, verdes ni azules. Tampoco de carteles luminosos ni
de fotografías. No conocen al amarillo del sol ni al blanco anochecedor de la
luna. Pero los imaginan, a su manera logran verlos.
Los que alguna vez tuvieron aunque sea un
poco de visión miran a través de sus recuerdos y la imaginación. Cuando
perciben que se aproxima un auto se acuerdan del último que vieron; cuando
están con alguien se lo imaginan de acuerdo a su voz, su aliento, su aroma.
Quizás los otros, los que nacieron así, sin la posibilidad de apreciar
visualmente el mundo, lo sufran un poco menos. No ven pero nunca lo hicieron.
No lo extrañan ni recuerdan melancólicamente. Lo sienten como un imposible, un
deseo, una utopía. Como un sueño.
En esta sociedad donde parece que todo es
imagen, los ciegos no la necesitan. Algunos ni siquiera la conocen. Se podría
pensar que su vida transcurre como si permanentemente estuvieran leyendo un
libro. Todo pasa por su cabeza, por sus pensamientos y por lo que imaginan.
Construyen el mundo en su mente.
Confían en el otro más que nadie. Es
cierto, no tienen otra posibilidad. Quedan, muchas veces, a expensas de la
malicia de alguno que, por intentar hacerse el gracioso, puede llegar a
jugarles una mala pasada. Igualmente aceptan la ayuda; no sólo la monetaria
sino fundamentalmente la humana. El guiarlos al cruzar, asistirlos para marcar
un número telefónico o cualquier otra tarea en la que requieran una mano.
Es un ejemplo a seguir el de los ciegos.
Viven con los ojos cerrados pero ven y sienten más que cualquiera de todos los
videntes.
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