La noche nos invitó a pasar por Heladería Italia. No se
puede pasar por una ciudad, por un pueblo, el que sea, sin degustar el helado
local. Es un rito, una obligación, un placer.
El cartel luminoso del local mostraba la foto de dos
nenas disfrutando de su capelina de tres bochas: frutilla, vainilla y
chocolate. Sonreían. Una con sus dientes muy separados y la otra con los ojos
entrecerrados. Buzo rojo para una, rosa para la otra. Era una foto familiar de
verdad utilizada como foto publicitaria. Nada de Photoshop ni modelos 906090
saboreando ninguna cuchara en pose sexy. No, la foto ochentosa, de quizás las
propias hijas de los dueños, era la punta de lanza de la cálida sencillez del
lugar. Si, porque la heladería tenía una cálida sencillez.
Nos sentamos en uno de los bancos de la vereda con la
combinación de menta y limón en la mano. La noche de Colón empezó a pasar por
delante nuestro como en una cinta transportadora de dos direcciones. La avenida
principal. El paseo comercial. Una nena grita:
-¡¡Control, control!!
El corredor que venía a contramano por la avenida casi se
pasa pero frenó ante la mesa. Transpirado, con su remera dry fit
correspondiente, shorticito negro bien corto y zapatillas reglamentarias. Todo
un runner. En la mesa, el padre de la nena le pide nombre de equipo y número.
Se lo informa y sigue corriendo. El padre de la nena anota y marca algo en su
celular. Treinta segundos después el que casi se pasa por no escuchar los
gritos era un corredor disfrazado de payaso. Luego vinieron Batman con el
guasón, que se robó un grisin de la mesa informal de control. Minutos después
un hombre corría con su mujer atada a su espalda. Ella también corría. Pasaron
un bañero con un salvavidas cruzado al pecho, una bruja con escoba, un corredor
que hacía las veces de bebe. También otro que a la pregunta: ¿De qué equipo
sos? Respondió: Soy de Corre Colón dejando
constancia que no se tomaron el trabajo de contratar ni a Agulla ni a Bacetti
para pensar los nombres.
Se trataba de una carrera nocturna por el centro de Colón
con premios al mejor disfraz. Y los tipos corriendo por la calle, por la
vereda, entre las mesas de los bares. Y el puesto de control que era un padre y
su hija sentados en una mesa comiendo una picada con gaseosa para ella y con
cerveza bien fría para él. Sin señalización, la única referencia para los
corredores era el grito de la nena. Cuando la veían agitar sus brazos, muchos
la saludaban y seguían corriendo suponiendo que se trataba de una fan al paso.
Pero no. Metros después entendían el gesto y el grito de control, control y
volvían. Niñá indicial, niña señal.
Todavía quedaba helado, solamente menta, ya nada de
limón, cuando a lo lejos se oyó una voz: era un guitarrista a la par de una
camioneta con altoparlantes a los que estaba conectado el micrófono que un
asistente le mantenía firme para que se escuche su canto.
El pastor iba más adelante. Con otro micrófono alentaba a
los fieles que iban de a decenas por detrás de la camioneta y del pesebremóvil.
La procesión va por la 12 de abril. Y el pastor, en pleno agite pre navideño,
anunciaba que el mesías había llegado a Colón. Y en eso estábamos cuando volvió
a pasar Batman con el guasón de coequiper por delante de la mesa de control,
control, control, controooool…
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