Estaba sola con un café con leche ya acabado y medio vaso
de agua con gas todavía pendiente. Jugaba con los sobrecitos abiertos y vacíos
del edulcorante. Él la miraba inquieto. La intensidad de esa mujer lo ponía
nervioso. Al mismo tiempo que lo intimidaba, lo atraía. La miraba. La miraba a
ella y a ese botón ausente. Ella parecía que no, o hacía como que no, pero cada
tanto, entre sobrecito y sobrecito, sus ojos se movían lentamente hacia su
izquierda. Izquierda donde esperaban los ojos de él que escapaban y se perdían,
o hacían que se perdían, en esa tele que repetía por enésima vez aquella final
del US OPEN.
El juego seguía. Ella movía uno de sus pies en taco alto.
Él tomaba su café de a pequeños sorbos. El tamaño del pocillo iba en contra de
sus ganas que deseaban que ese momento no terminase nunca. Su cabeza empezaba a
pensar. No paraba de pensar. Y la miraba. Ella ahora no lo hacía. Entonces él
dudaba en dar un paso más. En acercarse, en decirle algo, en sonreírle. Dudaba
y miraba hasta que de pronto la ve sonreír. ¿Es ella la que va a tomar la
iniciativa?, se pregunta. Su corazón se acelera. A esa altura, para él su
mediodía era ella y ese botón faltante.
Una silla se mueve. Sus patas hacen ruido contra el piso.
La sonrisa de ella se vuelve más plena. Él levanta su vista. Lentamente
comienza a observar la mano que mueve a la silla. Observa una mano que tiene un
tatuaje que sigue subiendo por el brazo hasta perderse en la manga corta de una
remera verde. Pasando el hombro, el tatuaje vuelve a aparecer para morir en el
cuello. Él sigue ascendiendo con su mirada y se encuentra con un arito en una
oreja y un rostro exageradamente sonriente que la mira a ella. La mira a los
ojos y no a ese ojal sin pareja.
El hombre del tatuaje, luego de sentarse y sin dejar de
sonreír, estira su mano hasta encontrar las de ella. Las acaricia. Ella gira y
mira a nuestro galán de mesa contigua que hace como si nada y cabizbajo pide la
cuenta. Paga y se levanta en forma violenta, brusca, como descargando esa
frustración que lo dominaba. Se acomodó los anteojos de marco blanco y fino, me
miró y salió por Reconquista.
Ella se saca la chaqueta. En el movimiento la falta del
botón se hizo más evidente. Pidió la cuenta y segundos después la pagó. Ella se
para, su acompañante también lo hace y me mira. Ambos salen tomados del brazo
por la puerta que da a Lavalle.
Yo escribo que pido la cuenta, que pago y que me paro
para irme. Y me voy.
La moza limpia la mesa y con el trapo tira algo. Se
agacha y lo agarra con los dedos índice y pulgar de su mano derecha: era el
botón.
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