ELLA ESPERA SOLA

Pelo largo, negro y lacio. Chaqueta negra, corta y gruesa. Pantalón de jean azul muy ajustado y zapatos taco alto. En la mesa de al lado estaba él. Camisa manga corta y a cuadros. Pantalón de gabardina, anteojos de marco blanco, finos y de formato rectangular. La dirección de su mirada me hizo recordar un detalle que omití en la descripción de ella. Ella tenía una camisa a la que le faltaba un botón. Le faltaba un botón del mismo modo que a Soledad Villamil en esa escena crucial de El Secreto de sus Ojos cuando provoca la reacción violenta del supuesto asesino. La de Villamil era una camisa blanca, la de ella era una camisa negra.
Estaba sola con un café con leche ya acabado y medio vaso de agua con gas todavía pendiente. Jugaba con los sobrecitos abiertos y vacíos del edulcorante. Él la miraba inquieto. La intensidad de esa mujer lo ponía nervioso. Al mismo tiempo que lo intimidaba, lo atraía. La miraba. La miraba a ella y a ese botón ausente. Ella parecía que no, o hacía como que no, pero cada tanto, entre sobrecito y sobrecito, sus ojos se movían lentamente hacia su izquierda. Izquierda donde esperaban los ojos de él que escapaban y se perdían, o hacían que se perdían, en esa tele que repetía por enésima vez aquella final del US OPEN.
El juego seguía. Ella movía uno de sus pies en taco alto. Él tomaba su café de a pequeños sorbos. El tamaño del pocillo iba en contra de sus ganas que deseaban que ese momento no terminase nunca. Su cabeza empezaba a pensar. No paraba de pensar. Y la miraba. Ella ahora no lo hacía. Entonces él dudaba en dar un paso más. En acercarse, en decirle algo, en sonreírle. Dudaba y miraba hasta que de pronto la ve sonreír. ¿Es ella la que va a tomar la iniciativa?, se pregunta. Su corazón se acelera. A esa altura, para él su mediodía era ella y ese botón faltante.
Una silla se mueve. Sus patas hacen ruido contra el piso. La sonrisa de ella se vuelve más plena. Él levanta su vista. Lentamente comienza a observar la mano que mueve a la silla. Observa una mano que tiene un tatuaje que sigue subiendo por el brazo hasta perderse en la manga corta de una remera verde. Pasando el hombro, el tatuaje vuelve a aparecer para morir en el cuello. Él sigue ascendiendo con su mirada y se encuentra con un arito en una oreja y un rostro exageradamente sonriente que la mira a ella. La mira a los ojos y no a ese ojal sin pareja.
El hombre del tatuaje, luego de sentarse y sin dejar de sonreír, estira su mano hasta encontrar las de ella. Las acaricia. Ella gira y mira a nuestro galán de mesa contigua que hace como si nada y cabizbajo pide la cuenta. Paga y se levanta en forma violenta, brusca, como descargando esa frustración que lo dominaba. Se acomodó los anteojos de marco blanco y fino, me miró y salió por Reconquista.
Ella se saca la chaqueta. En el movimiento la falta del botón se hizo más evidente. Pidió la cuenta y segundos después la pagó. Ella se para, su acompañante también lo hace y me mira. Ambos salen tomados del brazo por la puerta que da a Lavalle.
Yo escribo que pido la cuenta, que pago y que me paro para irme. Y me voy.
La moza limpia la mesa y con el trapo tira algo. Se agacha y lo agarra con los dedos índice y pulgar de su mano derecha: era el botón.

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