NO TOCA BOTÓN

Viajaba sentado en el asiento individual que, por lo general, suele darle la espalda a la expendedora de boletos y el frente a una mujer de no más de 25 años y pollera corta. Sabía que tenía que bajarse en la primera parada después de cruzar la 9 de Julio. La cruzó. Se paró y acomodó en la puerta del medio. El semáforo quedó en rojo. Mientras aguardaba, advirtió que otro pasajero también bajaría pero por la puerta trasera. Colocó cuatro de sus dedos de la mano derecha rodeando al timbre y tomando fuertemente el caño que lo sostiene. Su dedo pulgar se mantenía, respecto al botón, como si fueran dos imanes rechazándose. Cerca, pero sin contacto. Observó nuevamente al pasajero del fondo quien todavía no buscaba el timbre. El semáforo pasó a verde. Todo su cuerpo se sacudió menos su puño y su mirada clavada en las manos de su desprevenido rival. Faltaba sólo una cuadra. Esos famosos 100 metros antes donde se le debe avisar al chofer que se quiere bajar 100 metros después. La adrenalina subía. Sin saberlo, el pasajero del fondo participaba de un gran duelo. Un verdadero mano a mano. Como en una pulseada, el del medio aguardó que el del fondo preparase el brazo. El pulgar permanecía a milímetros del botón. 95 metros. Como el de atrás no atinaba a tocar, él esperaba. Aguardaba el momento preciso. El del fondo se agachó mínimamente buscando con su vista la altura de Viamonte. Su gesto mostró premura. 60 metros. Sus cuatro dedos se tensaron como las piernas de un corredor antes de la largada. En el otro andarivel, el del medio, tensó los suyos. El momento llegaba. El del fondo comenzó a acercar su dedo pulgar al timbre. La distancia se acortaba. 6mm, 5mm. El del medio se mantenía en esos inmantados y escasos 2mm. 50 metros. El chofer casi convencido a no parar salvo que se cruce alguna mano imprevista desde la vereda. En el timbre de atrás la distancia seguía reduciéndose. 4mm y contando. 48 metros. Decidido, el pasajero aumentó la velocidad de acercamiento. 3mm, 2mm. Estaba a punto de tocarlo cuando el del medio, sudando, puso quinta y presionó, como nunca, el botón. El sonido del timbre se mantuvo largo, triunfador. El del fondo, jugador involuntario, en ese instante tomó conciencia de la competencia en la que estaba inmerso sin saberlo. Oir la irrupción de ese sonido, que suponía propio, un segundo antes de solicitarlo lo frustró. Su dedo quedó inerte y desilusionado a un insignificante milímetro de una victoria que no sabía que ansiaba.
El del medio, extasiado, no bajó. Se quedó aguardando a su nuevo rival para los siguientes 200 metros. El del fondo, en cambio, descendió, caminó diez pasos y dobló en la esquina. Sacó su celular del estuche y comenzó a escribir frenéticamente un sms con un solo objetivo: comenzar a entrenar su dedo pulgar para llegar mejor preparado al próximo encuentro. En el colectivo de vuelta.

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