-
Hola - dijo ella.
Él
giró. El flechazo fue instantáneo. Intercambiaban plata por comida sin dejar de
mirarse a los ojos.
Al
día siguiente ella pasó por la puerta del. Él, sentado en su moto, esperaba que
le indiquen su próxima entrega. Ella se acercó y le dejó su teléfono escrito en
un papel. Él sonrío y prometió llamarla. Por la tarde cumplió su promesa.
Sábado por la noche. Ella en el depto con dos amigas. Tocan el
timbre. Era el delivery de la pizzería. Bajó ella, como siempre. Durante el
breve intercambio de $62 por una grande con morrones sus manos se rozaron
levemente. Las sonrisas y los cosquilleos fueron instantáneos.
Domingo a la noche. Ella sola en el depto Pero con ganas de más
porciones. Llama a la pizzería y viene él. Ella baja y él, en lugar de irse,
sube. Se pasan 45 minutos intercambiando dinero por fugazetta rellena. A él lo
despidieron.
Un día la situación se repitió
con el repartidor del supermercado.
Cuando llegó, ella le dijo:
-
Yo te conozco.
Meses después, la víctima fue el del restaurant de comida
china. Ese envío de Chau Fan fue inolvidable.
Los deliverys se reemplazaban
unos a otros. Insaciable,
ella siempre quería más. Esta situación, donde un desconocido tocaba el timbre
para dejarle algo de comer que ella había pedido, la podía. Sino se materializaba
en ese momento, la cosa se consumaba al envío siguiente.
De
tanto andar de delivery en delivery terminó conviviendo con el pibe que hacía
el reparto de la noche en el bar de tres cuadras más allá. Luego de siete meses
de vivir en pareja, la relación iba muy bien. A él le gustaba cocinar y tenía
muy buena mano. Pero un día, mientras veían la tv, todo cambió.
-
¿Querés pedir helado?
-
¡¡Dale!! - dijo ella.
-
¿De qué querés?
-
Manzana, chocolate con pasas, frutilla al agua y dulce de leche.
-
¿Medio kilo?
-
No, compremos un kilo.
Mientras
él seguía viendo tranquilamente esa repetición de la final del Mundial 90, ella
fue en busca del imán y llamó. Volvió al sillón y lo abrazó bien fuerte
mientras él todavía sentía bronca por aquel penal que no fue y ahora revivía.
Luego de unos 25 minutos, él se fue al baño sin advertir lo que podría
suceder. Ella cambio de canal y puso una
de esas series que se ven cién veces. Al minuto sonó el timbre y ella anunció
de un grito:
-
¡Yo bajo!
-
Dale amor, gra… - no pudo completar la frase.
En
ese instante se sintió como un especialista en explosivos que acaba de cortar
el cable equivocado. Esa milésima de segundo entre el corte y la explosión duró
una eternidad. El miedo se apoderó de él. Con los pantalones a medio subir emitió
un grito desgarrador:
-
¡¡NO BAJES, VOY YO!!
Ya
era tarde. Ella ya estaba abajo. El flechazo con el pibe de la heladería era un
hecho consumado. La bomba había explotado.
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