–La
vi subir por el cable del segundo.
Palermo
seguía llorando pero ya no importaba.
–
Por suerte cerré todo
Mi
salto fue instantáneo y sospechosamente atlético. Ventana de habitación:
cerrada; persiana del comedor: cerrada; lavadero,..¡Lavadero! Al llegar a él la
voz de la señora se podía oír más clara por el aire y luz.
–
Mañana le digo a la administradora, algo hay que hacer.
Mi
esposa atinó a hacerla callar de un grito. La interrumpí:
–
Dejá, dejala, quiero escuchar qué dice.
-
¿Qué pasa? - me preguntó.
-
Nada, esperá - le dije.
Un
segundo después, sobré el zócalo del cerramiento, la vi. A trasluz, con
estética de sombra chinesca, la vi. Su cabeza se sacudía de un lado a otro como
cuando Mirtha Legrand se pregunta si lo dice o no lo dice. Volví mi vista hacia
mi esposa y cerré violentamente la puerta plegadiza de la cocina.
-
¿Qué pasa? - me volvió a preguntar.
-
(Lo digo o no lo digo, pensé) Lo digo: Tenemos una rata.
Los
minutos siguientes fueron de incertidumbre. La oscuridad general en complicidad
con la sombra de la luz artificial no me permitían confirmar si estaba de este
o de aquel lado del cerramiento. Desde la ventana del comedor no se la veía. La
noche no ayudaba. La vecina ya no hablaba. Luego de largas deliberaciones
decidimos ingresar. Mi esposa primero, porque sospechaba que no estaba; yo
segundo, porque sospechaba que sí estaba. Nada. La breve y tensa requisa dio
resultado negativo. Una cereza abajo y al fondo del mueble de cocina, un poco
de pelusa y polvo de dos días sin barrer. Nada fuera de lugar. Salimos y por si
las moscas sellé el borde inferior de la puerta plegadiza con diarios y trapos.
Dudas que uno tiene. Té de tilo y a dormir.
A
la mañana siguiente el ingreso de mi esposa a la cocina fue triunfal:
-
¿Viste que no está?
Mi
mirada fija al piso. Con la linterna revisaba debajo del mueble de cocina, de las
alacenas. Miré a mi esposa.
-
¿Qué pasa? - me preguntó.
-
La cereza.
-
¿Qué cereza?
-
Ayer la cereza estaba contra la pared, al fondo. Ahora está acá adelante ¡Tenemos
una rata!
La
pesquisa permitió encontrar más huellas. Mierdita de roedor en dos puntos
neurálgicos. Cerramos y volvimos a sellar la puerta.
Advertido
por nuestra inquietud, el encargado del edificio vino a colaborar en la
búsqueda pero no encontró nada. Antes de irse tiró unos esperanzadores
arrocitos venenosos en el piso y no omitió contarnos de aquella vez que en la cochera
un roedor histérico mordió al plomero que lo ayudaba en la búsqueda.
–
Cualquier cosa me dicen – nos dijo y se fue.
Por
la tarde, la administradora nos envío a su cazaratones de confianza. Luego del
relato y la búsqueda infructuosa, dejó una jaula trampa con un tomate de
señuelo. Además, colocó estratégicamente una galletita sin trampa para que
podamos saber si estuvo o no ni bien abriésemos la puerta.
Luego
de cenar afuera abrí levemente la puerta y, linterna en mano, pude observar que
la galletita ya no estaba. La rata seguía entre nosotros.
Sellamos
de vuelta la puerta en pos de la virginidad del resto del departamento.
Dormimos con las luces prendidas y la paranoia encendida.
A
la mañana siguiente nos levantamos y no prendimos la luz (no hacía falta).
Esperanzados fuimos en busca de la jaula trampa. Estaba. Pero tal cual la
habíamos dejado. De la rata ni noticias.
Me
recomiendan ponerle pegamento con comida en un cartón. El cazaratones me dice
que no, que no sirve:
–
Mirá si se queda pegada a las dos de la madrugada. Se te queda gruñendo y
quejándose toda la noche.
-
Es lo que quiero – le digo.
-
No, no. Yo por lo menos no lo hago. Si vos querés, ponelo. Pero lo ponés vos.
Nos
recomienda que compremos salame.
-
¿Y si le ponemos queso? – consulto
-
No, las ratas no comen queso – me dice con gesto de suficiencia.
–
Me estás cagando los recuerdos de mi infancia. En todos los dibujitos animados
las ratas y los ratones comen queso.
-
No, algunas comen legumbres, otras verduras. El queso es un invento del hombre,
no es de su hábitat.
Demasiada
teoría para tanta premura. El salame dejó la jaula con él adentro.
–
Si falla, mañana y pasado probamos con otro método y sino el domingo le pongo
un veneno mortal.
-
Ponéselo hoy – le digo ya impacientándome ante tanta erudición.
-
No, no es instantáneo. Mejor esperar. Yo paso mañana.
Llamé
a otro cazaratones de confianza y vino con el método del pegamento. Lo primero
que dijo al ingresar a la cocina fue que esa jaula no servía para nada. Lo dijo
con gesto de suficiencia. Le di el salame. Le dije que también tenía queso.
-
¿Tenés queso? Buenísimo.
-
Hoy me dijeron que las ratas no comen queso.
-
Ja, mirá si no van a comer queso. ¿Nunca viste Tom y Jerry?
Le
armamos dos picaditas de salame y queso al cartón decorada con finos trozos de
galletita express sobre aderezo adhesivo. Además dejamos la jaula que servía y
no servía.
Nos
fuimos a dormir con la luz apagada. Quedaban la noche, la cocina y las tres
tristes trampas.
A
la mañana siguiente despertamos ansiosos. Prendimos las luces (hacía falta).
Picamos una galletitas a modo de desayuno (lo único que teníamos por fuera del
territorio ocupado). Ingresamos a la cocina como grupo comando armados de
linterna, coraje, secador y cagazo. La jaula estaba tal cual. 0 de 1. Dimos
unos pasos y el primer cartón se iba presentando de a poco a medida que
avanzábamos rodeando la heladera. De la rata ni noticias y la picada seguía
ahí. 0 de 2. Unos pasos más, se me cae la galletita que venía masticando, y 0
de 3. La tercera no era la vencida.
¿Se
fue? ¿Está escondida? ¿Dónde? ¿Mi cocina se transformó en un lugar de consumo
en tránsito? ¿Va y viene? ¿Murió por el veneno del primer día y está momificada
debajo del horno? ¿De la heladera? ¿Dónde carajo está? Me hice, en ese orden,
todas esas preguntas.
-
¿Amor, vos agarraste la galletita que se me cayó? – le pregunté a mi esposa.
-
¿Qué galletita? – me contestó.
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