Con
el correr del tiempo y las sucesivas paradas el micro se fue poblando de mayor
cantidad de pasajeros. Quedaba claro, que las partes más destacadas del viaje
estaban reservadas para cuando todos los asientos se encontrasen ocupados. En
uno de esos asientos viajaba, inquieta, una pequeña de pelo oscuro acompañada
por su madre. La primera impresión que despertaba era de ternura. Claro que esta sensación coincidía con los
momentos en que el silencio acompañaba a su entretenimiento. Unas dos horas
después de haber ascendido, la niña comenzó un intermitente juego que nunca
pudo ser descifrado. Lo único perceptible del mismo fue la presencia de su molesto
sonido. Una música de videojuego irrumpía en medio de los intentos por dormir
del resto del pasaje provocando que la silenciosa ternura se convirtiese en un
audible odio.
Paralelamente, el viaje continuaba. Avanzaba
de localidad en localidad en una aparente normalidad. Cuando la noche rodeo al
ómnibus y la madrugada se hizo profunda, un leve sacudón sorprendió y despertó
a los viajantes. Las causas del mismo nunca se conocieron, pero se sumó a la
lista de incidentes ya no tan aislados que se encadenaban. Horas más tarde,
ante el intento de levantarse del muchacho de la butaca diecinueve, el acrílico
que cubría a los tubos de iluminación cedió y cayó sobre los asientos. Algunos
pasajeros quisieron reubicarlo pero les fue imposible. Se necesitaba de la
prestancia del segundo chofer para poder colocarlo en su lugar.
El chofer, que no era auxiliar, primero
sirvió una gaseosa a media tarde, y luego, como para reconfirmar que era solo
un conductor, entregó las bandejas con la cena por la noche. Luego de la
comida, por quinta vez, la madre llevó de la mano a la pequeña del sonido
insufrible hacia el baño mientras el otro chofer proseguía con el andar rumbo a
la Capital.
El amanecer provocó que la mayoría despierte
del sueño en que estaba inmerso. Poco tiempo después, el ómnibus comenzó a
desacelerar hasta el punto de levantar las ciertas sospechas de que algo andaba
mal. Efectivamente, la velocidad continúo bajando hasta extinguirse. El par de
conductores descendió, y luego de hacerse de algunas herramientas, comenzaron
el intento de ajustar las ruedas. Sus gestos mostraban el esfuerzo que
implicaba pero también la falta de resultados que otorgaba. Minutos después,
ante la mirada pegada a las ventanas de algunos, subieron y arrancaron. Al
parecer todo volvía a la normalidad.
Poco tiempo después del aparente arreglo, la
velocidad volvió a bajar y con ella los chóferes. La imagen de mecánicos que no
eran se repitió y retornaron a sus puestos. Esta vez no para continuar el viaje
sino para desviar el micro hacia una estación de servicio con gomería para que
algún entendido solucione el problema que los aquejaba. La parada coincidió con
la hora del desayuno. Muchos aprovecharon para hacerlo mientras otros esperaban
con ansiedad retomar el viaje. Unos cuarenta y cinco minutos después, el micro
reapareció en escena, todos subieron y volvió a la ruta. Nada hacía suponer lo
que vendría.
Cuando se comenzaba a visualizar en el camino
el puente Zarate Brazo largo, el conductor decidió detenerse. Algunos creyeron
que se trataba de una oportunidad brindada para fotografiar el puente y otros
que se trataba de un nuevo problema mecánico. Ambos se equivocaron, aunque los
segundos se acercaron más a la verdad de la situación. Efectivamente era un
problema. Pero no era técnico, era humano: el ómnibus se había quedado sin
combustible. Se lo presentó como una responsabilidad del pobre vehículo. “Se
quedó sin nafta” dijo, convencido, el chofer más experimentado. Se comunicó con
la empresa y solicitó que le envíen el combustible necesario para seguir viaje.
Paralelamente, el que no era auxiliar, revisaba el motor y aducía que el mismo
podía tener algún inconveniente que debía revisar el mecánico que ya se
encontraba en camino. Entretanto, los pasajeros, atónitos, bajaron y se dispusieron
a esperar la solución sobre el césped a un lado del camino. A su vez, el
“experimentado” era interpelado sobre su responsabilidad. Entre mate y mate
explicaba que solo era responsable del volante y no de la mecánica y el
combustible. Que la empresa no le quiso cargar la nafta cuando el lo solicitó
en la parada de Posadas y que cualquier
queja se haga luego en la boletería. El problema, a esa altura, era justamente
como y en que momento se llegaría hasta ella.
Una hora y media después de la inexplicable
detención llegó la camioneta y con ella el movimiento. El micro cruzó el puente
y el dúo de conductores puso un dvd con la película “Spanglish” para entretener
al pasaje. Como para no ser menos, la película se detenía permanentemente. En
los momentos en que retomaba su curso, el que no era auxiliar aprovechaba para
tapar el monitor con su cabeza y sino era la preciosa nena la que interrumpía
con sus melodías.
Cuando corría la hora veintidós de viaje y la
paciencia ya había expirado, se divisó a la Estación Retiro en el horizonte. La
sensación del fin de la pesadilla se apoderó de todos. Minutos después, todos
también lograron apoderarse de sus pertenencias y así pudieron escapar hacia
sus destinos finales. El viaje sin fin había concluido, aunque algunos todavía
mantienen la sensación de permanecer en él.
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